Las cosas como son
Minería sí, pobreza no. Demagogia tampoco

La licencia concedida a la explotación minera de Tía María ha provocado las previsibles reacciones de hostilidad. El gobierno afirma que se mantendrá el diálogo. Pero el diálogo requiere de buena fe entre las partes.

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Yacimiento cuprífero Tía María, en Arequipa. Fuente: Yacimiento cuprífero Tía María, en Arequipa. Fotógrafo: Foto: Andina

Como se podía temer, el anuncio de la licencia concedida a la empresa Southern para proceder a las operaciones de explotación del yacimiento cuprífero Tía María ha dado lugar a reacciones que evidencian la manera como cada actor político entiende su responsabilidad frente a los objetivos de nuestro país. Uno de los más rápidos y más irresponsables ha sido el gobernador regional de Arequipa, Elmer Cáceres Llica, que ha “emplazado” al presidente Martín Vizcarra a dirigirse en las próximas horas a la provincia de Islay para dialogar con sus representantes.

A falta de logros y de credibilidad, Cáceres Llica ha optado por el fácil papel de atizador de conflictos y de manipulador de maniqueísmos que no corresponden con la realidad de nuestro mundo. El fantasma de la vieja minería que desde principios del siglo XX hizo estragos en sitios mineros emblemáticos como Morococha y Casapalca ha cedido lugar a una tecnología capaz de garantizar a la vez productividad y estándares ambientales.

Pero en vez de apoyarse en la ciencia y en las mejores prácticas de los países desarrollados, existen siempre demagogos que encuentran más fácil apoyarse en el miedo a la modernidad. Así fue desde los inicios de la revolución industrial, con el miedo al motor a vapor que inauguró una larga serie de oposiciones que incluyeron en su momento la trasfusión de sangre, los rayos X, las pastillas anticonceptivas y las antenas de telefonía celular.

Lo que sorprende es que esa ideología del miedo sea defendida por políticos inspirados por Karl Marx, que en su momento fue el gran defensor del desarrollo de las fuerzas productivas y de la confianza en el progreso y la marcha de la historia. Sorprende también que las bancadas del Frente Amplio y Nuevo Perú hayan coincidido rápidamente en solicitar la interpelación del ministro de Energía y Minas, Francisco Ismodes.

Uno se pregunta cómo hubieran reaccionado en la Bolivia de Evo Morales o el Ecuador de Rafael Correa, cuando esos mandatarios afirmaban con vigor que los proyectos mineros eran necesarios para mejorar la calidad de vida de sus respectivos pueblos. La mejor prueba de que la nueva minería puede ser compatible con la calidad del ambiente es que la inversión inmobiliaria más importante del siglo XXI, el balneario de Asia, se ubica a pocos kilómetros de un yacimiento minero en plena actividad.

Tía María no es sino un caso más en una larga serie de expresiones de hostilidad ideológica y aprovechamiento político de los temores que despierta una actividad productiva que es absolutamente indispensable para el desarrollo de nuestro país.

Eso lo supo bien Salvador Allende, que en su momento se enfrentó a grupúsculos extremistas anti-mineros, como lo testimonian las memorias del poeta Pablo Neruda, su embajador en Francia. Lo supo también Nelson Mandela, que debió sobreponerse a 27 años como prisionero político para impulsar una línea de moderación en la que los impuestos de las empresas mineras sirvieran a su objetivo mayor de justicia social e integración de grupos étnicos.

Estamos en un momento en que los dirigentes políticos no pueden optar por el silencio, ni practicar el arte de la esquiva. No se trata de defender a una empresa, sino de decir lo que todo hombre enterado sabe perfectamente: sin minería no alcanzaremos las tasas de crecimiento que nos permitan reducir la pobreza y mejorar las condiciones de vida de nuestra población.

En los próximos días sabremos cuáles de nuestros dirigentes son capaces de hacer algo más que mantener querellas que disimulan segundas intenciones y la incapacidad de pensar en los objetivos de largo plazo. Ha hecho bien el presidente Martín Vizcarra en subrayar que el diálogo debe mantenerse siempre. Pero un diálogo fructuoso requiere interlocutores capaces de reconocer la verdad de lo que está en juego.

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