Cuando creíamos haber resuelto con prudencia y sensatez una crisis de alcances imprevisibles en el Congreso, estalló el caso Daniel Salaverry. Como si faltaran pruebas de la tesis del presidente Martín Vizcarra sobre el vínculo intrínseco entre la reforma política y la lucha contra la corrupción, el destino del presidente del Congreso oscila entre la Comisión de Ética y un Juzgado de Trujillo. Sin renunciar a su pugnacidad, fulminó en referencia a sus excompañeros de la bancada fujimorista, de la que fue vocero hasta el año pasado: “Si me suspenden, me iré a mi casa durante cuatro meses, pero otros irán el 2021 a Castro Castro”.
Daniel Salaverry niega haber firmado los documentos con información falsa sobre sus actividades de representación, así como las fotos trucadas que justificaban el cobro de ingresos suplementarios. Considerando que la Comisión de Ética es un instrumento de la venganza de los fujimoristas, Salaverry presentó un recurso de amparo ante un Juzgado de Trujillo, ciudad en la que aspiró a ser alcalde cuando era miembro del APRA.
Y es así, como nuevamente nos encontramos ante un conflicto entre la autonomía del Congreso y la injerencia eventual de la Justicia en el voto emitido por congresistas. Los juristas tendrán nuevos motivos para exhibir sus discrepancias, los políticos para lanzarse acusaciones cruzadas y los ciudadanos para lamentar que las autoridades den la espalda a sus demandas y necesidades. ¿Alguien puede seguir dudando que necesitamos una reforma política?
Venezuela y Perú
Lo que necesita Venezuela es mucho más que una reforma. El desastre económico, humanitario y moral causado por su gobierno se manifiesta cruelmente en la migración forzada de ciudadanos que huyen de su país en busca de trabajo y libertad. Nuestro país ha acogido con generosidad más de 800,000 entre ellos, llegando al límite de los que podemos integrar a nuestras instituciones y nuestro mercado laboral.